Fragmentos de relatos y poemas de Ricardo Mena Rosado

 

La asamblea de los jabalís

Vuelves a la mujer joven que lleva el carrito del bebé. Alguien que no eres tú le cede su asiento. ¿Por qué no le has cedido tú el asiento? Miras al bebé chuparse los dedos mientras la mujer juguetea con sus minúsculos pies, y piensas: ojalá se ahogara en un vómito espontáneo y yo pudiera salvarlo poniéndolo de cabeza o boca abajo.

Sería un héroe. Quizá hasta ligaría. Ahora que vengo moreno de la playa, tengo la cara perfecta para ligar. Vamos, que se ahogue el bebé pronto, en un vómito blanco de leche recién mamada. Que se atragante porque no le han sacado bien el aire, o lo que sea.

El tren se detiene. Bajan todos los pasajeros de tu vagón. Hoy, por mucho que busques, aquí no hay nadie más jodido que tú.

 

Córneas

Ojalá fueran culebras, los chasquidos que crepitan la hojarasca
Ojalá fueran espinas, las fracciones voladoras de este diente de león
Que corra un poco de sangre
Que emane de las alas de estos pájaros insulsos
No guardan luto en el pico
Negros, insignificantes.

Si tan solo fueran cuervos, sobrarían los motivos
Para salvaguardar mis córneas
Espejos cuarteados, secos, que no remoja la lluvia.

 

Canina

Mi hermana solo nos deja estar a mi padre y a mí en las reuniones, porque eso obliga a los esclavos a respetarla. Ya que, aunque ella sea la jefa de todo esto, en un descuido mío o de mi padre inválido, podrían violarla y matarla entre todos.

Los esclavos son así, te traicionan y muerden las manos que los alimentan si te descuidas. Pero si mantienes un pulso fuerte sobre el látigo, son capaces de lamer los callos que deja el cuero de tanto azote. Besan las manos que fustigan, sin dejar de mirar los pies del amo.

 

Perdida

Así me escurro de noche,
A delinquir en tu cuerpo
Como el perro vuelve al amo,
La hoja sucumbe al viento.

Guarda el oro y el cobijo
No te exijo ni requiero,
Ni tu leña, ni tu mina, ni tus hijos
No tengo donde esconderlos.

Lo mismo te ofrezco, nada
Tú tienes el vaso lleno:
Con el canto de otros labios
Y la mano resignada
Que remueve los rescoldos
Paciente, bajo tu techo.

 

Si no los miras, no existen

Te apartas y el viejo se abalanza como una piraña senil sobre los restos que tú has dejado. Te sientas unos segundos para estabilizar tu respiración. Y ahí, entre las burbujas y los chorros, ves tu semen flotando junto a la espalda del viejo. Solo entonces te paras a pensar en eso de bañarse entre el sudor, la saliva y los fluidos de quién sabe cuánta gente que se mete ahí. El jacuzzi de un local que abre las 24 horas de los 365 días del año, qué buen caldo.

 

Lobos

He visto lobos
Entre las sombras que sirven
De escondite a jabalíes
Devoradores del monte
Y los desechos citadinos.

Lobos,
Pelambre de canis negro
Y mirada hostil que arde.
No serán domesticados por el hombre
Lupus huérfanos de padre
Que devoran
La carne trémula que asoma entre los juncos.

Lobos,
Paridos a destiempo por la luna
Empujándose los unos a los otros
Sesenta y tres días seguidos
Desgarrando el útero de una madre redonda
Que vigila,
Serena,
Cómo sus cachorros se hacen hombres.

 

Tana y la culebra

Estábamos en plena carretera y mi papá tuvo que parar en medio, porque no había acotamiento. Sin triángulos preventivos, ni ramas, ni nada. Todos dentro de la camioneta y la perra colgando del cuello como una suicida. Mi mamá se estresaba mucho. Y se pasaba cada viaje vigilando a la perra por el espejo retrovisor. Cuando saltó la segunda vez, mi papá frenó de golpe, todo encabronado. Se bajó maldiciendo y la desató de mala gana.

La camioneta estaba parada pero el motor seguía en marcha, y creo que al subir mi papá a desatar a la perra, por el peso, la camioneta empezó a avanzar sola y mi mamá empezó a gritar. Como siempre que se altera, y grita como para que todo se paralice. A lo mejor quiso parar la camioneta con su voz.

Mi papá apareció por el hueco de su portezuela abierta. No pasa nada, dijo todo serio. Y le entregó la perra a mi mamá. Anda con tu dueña, le dijo a Tana. Mi mamá la abrazó y le empezó a sobar la cabeza y el cuello. Y con la palma de su mano sobre el hocico del animal, hizo el gesto como de darle una cachetada cariñosa. ¿Por qué te quieres matar, estás loca?, le dijo mientras todos nos reíamos al ver a la perra feliz dentro del vehículo. Sacaba su lengua rosita, y movía la cabeza de arriba a abajo, como diciendo que sí.